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  • Oye, no tengas tanta prisa
  • Nada especial. Quería preguntarte algo. Los otros no necesitan enterarse.
  • ¿Qué pasa? ¿Qué quieres?
  • Tú sabes a quién pertenece el huerto junto al molino, ¿verdad?
  • ¡Ah, bueno! ¿Qué quieres que te diga? Tengo que subir
  • No lo sé. Creo que al molinero
  • Abrí rápidamente la puerta, dispuesto a cerrarla detrás de mí, pero Franz Kromer se interpuso y entró conmigo. En el zaguán fresco y oscuro, que recibía solo un poco de luz del patio, se acercó a mí y, cogiéndome del brazo me dijo:
  • Oye, pequeño, te diré de quién es el huerto. Hace tiempo que sé lo del robo de las manzanas y que el propietario ha prometido dos marcos al que le diga quién robó la fruta.
  • ¡Santo Dios!
  • ¿Pero no irás a decírselo?
  • Le miré asustado. Su mano atenazaba mi brazo con una fuerza de hierro. Me pregunté qué se propondría y si quizá me quería pegar. Si yo gritara ahora, pensé, si gritara fuerte, ¿bajaría alguien tan de prisa como para salvarme? Pero no lo hice.
  • Soy bastante pobre, no tengo un padre rico como tú; y si puedo ganarme dos marcos aprovecho la ocasión.
  • Amigo, ¿crees que falsifico monedas y que puedo fabricar dos marcos cuando quiera?
  • ¿No decir nada?
  • Franz me había rodeado con el brazo y me atrajo a sí de tal manera que tenía que mirarle a la cara muy de cerca. Sus ojos tenían un brillo maligno, sonreía torvamente y su rostro irradiaba crueldad y poder.
  • Kromer, escucha, no me denuncies, no estaría bien. Toma, te regalo mi reloj, no tengo otra cosa. Te lo puedes quedar. Es de plata, y la maquinaria es buena; tiene sólo un pequeño fallo, pero se puede arreglar.
  • Me di cuenta de que no serviría de nada apelar a su sentido del honor. Pertenecía al «otro» mundo; para él la traición no era un crimen. Lo sabía perfectamente. En estas cosas la gente del «otro» mundo no era como nosotros.
  • Me soltó de pronto. Nuestro zaguán no olía ya a paz ya seguridad. El mundo se desmoronó a mi alrededor. Me denunciaría; yo era un delincuente. Se lo dirían a mi padre y quizá vendría hasta la policía a casa. Me amenazaban todos los horrores del caos; todo lo feo y todo lo peligroso se alzaba contra mí. Que en realidad yo no hubiera robado, carecía de importancia. Y además había jurado. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
  • Me brotaron las lágrimas. Se me ocurrió que podría pagarle mi rescate y busqué desesperadamente en mis bolsillos. Ni una manzana, ni una navaja: no tenía nada. Entonces me acordé de mi reloj, un viejo reloj de plata que no funcionaba y que yo llevaba por llevar. Había pertenecido a nuestra abuela. Lo saqué rápidamente.
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