Ignacio es llevado por su padre al pueblo de Tonaya para que lo curen
No se ve nada
Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo
Sí, pero no veo rastro de nada
Ya debemos estar cerca.Mira bien
Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros.Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda.
Me estoy cansando.Bájame
Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándose de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre
Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado
Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa
Al llegar al primer tejabán, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado. Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
¿Y tú no los oías, Ignacio? No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
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