Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro padre San Francisco volvió a ordenar:
“Que de todos los ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese ángel traiga un tarro de gasolina con excremento humano”.
Un ángel que ya no valía, de patas escamosas, al que no alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran padre; llegó bien cansado con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande.
Oye viejo, embadurna el cuerpo de ese hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído, todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrela como puedas, ¡rápido!.
El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.
Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro gran padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, a ti, y a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo:
Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse uno a otro!, despacio, por mucho tiempo.
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