El emperador mantiene inclinada la cabeza. Jamás fueron apresuradas sus palabras: tal es su costumbre, sólo habla cuando le viene en gana. Cuando por fin se yergue, resplandece de orgullo su rostro.
Tendréis rehenes. Diez, quince o veinte. Así deba perecer, pondré con ellos a un hijo mío, y recibiréis, según creo, otros de mayor alcurnia.Cuando os encontréis en vuestro soberbio palacio, durante la gran fiesta de San Miguel del Peligro, estará junto a vos mi señor, os lo asegura. Allí, en vuestras fuentes, que Dios hizo para vos, quiere recibir el bautismo.
Quizá pueda alcanzar aún la salvación.
Habéis hablado muy bien.Mas el rey Marsil es mi gran enemigo. ¿Qué garantía tendré yo sobre las palabras que acabáis de pronunciar?
Señores, partiréis. Llevaréis en las manos ramas de olivo, y le diréis al rey Carlomagno que por su Dios tenga clemencia; que no verá pasar este primer mes sin que yo esté junto a él con mil de mis fieles; que recibiré la ley cristiana y me convertiré en su deudor con todo amor y toda fe. ¿Quiere rehenes? Pues, en verdad, los tendrá.