Al joven Ruiz Lira siempre se le miraba serio y apurado, caminando de arriba a abajo por todas las calles. Cargando bultos de ropa ajena que llevaba en una sábana blanca, para que su madre lavara y planchara.
Que casa tan enorme y que patio más bello.
En uno de los viajes llevando ropa, llegó a la casa de los Barnoya. Pasó enfrente y vio que había bullicio en la cocina. Las mujeres de la casa preparaban empanadas y rosquetes. Entonces, Ruiz Lira, imaginó la fiesta, llena de personas alegres.
¡Que caballo tan enorme!
En otra ocasión recogió otro bulto de ropa en el Callejón Fino, en una casa misteriosa. La casa los asustaba un poco, estaba llena de cosas viejas y empolvadas. Un día, cuando entregaba las sábanas eyuquilladas, vio a un joven con mirada triste, luego se enteró que se llamaba Manuel José Arce, quien pasaba leyendo libros debajo de un árbol desde pequeño.
El joven Ruiz Lira imaginaba maravillosa e inmensa la casa de la Merced. El llegaba con miedo, un mozo le abría la puerta y se mantenía sentado en una banca de piedra en la pared del zaguán y esperaba el mandado de su madre: veinte hojas del árbol de tinta para remojar la ropa.
Un día, cuando esperaba las hojas de tinta, escuchó tres toquidos fuertes en el gran portón. Todo el personal de la casa empezó a correr de un lado a otro. Ruiz, sentado en la banca, vio cómo se abrían las puertas del castillo y cómo entraba el Mariscal Zavala.
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