Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzaban y miden no sé hasta qué distancia. Y a ti y a mí nos examinaba, pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
Entonces después, nuestro padre dijo de su boca: “De los ángeles, el más hermoso que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro llena de miel de chancaca más transparente”.
Al ángel mayor le dijo: “Cubre a este caballero con la miel que estaba en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre”, diciendo, ordenó nuestro gran padre. Y así, el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera de oro, transparente.
Así tenía que ser ¿Y a ti?
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