Un día, cuando Apolo, el dios de la luz y de la verdad, era aún joven, encontró a Cupido, el dios del amor, jugando con una de sus flechas.
¿Qué estás haciendo con mi flecha? Maté una gran serpiente con ella. ¡No trates de robarme la gloria, Cupido! ¡Ve a jugar con tu arquito y con tus flechas.
Tus flechas podrán matar serpientes, Apolo, ¡pero las mías pueden hacer más daño! ¡Incluso tú puedes caer herido por ellas!
Tan pronto hubo lanzado su siniestra amenaza, Cupido voló a través de los cielos hasta llegar a lo alto de una elevada montaña. Una vez allí, sacó de su carcaj dos flechas. Una de punta roma cubierta de plomo, cuyo efecto en aquel que fuera tocado por ella, sería el de huir de quien le profesara su amor. La segunda tenía la punta aguda, guarnecida de oro, y quien fuera herido por ella se enamoraría instantáneamente.
Cupido tenía destinada su primera flecha a Dafne, una bella ninfa que cazaba en lo a profundo del bosque. Dafne era seguidora de Diana, la hermana gemela de Apolo y diosa del mundo salvaje. Igual que Diana, Dafne amaba la libertad de correr por campos y selvas, con los cabellos en desorden y con las piernas expuestas a la lluvia y al sol. Cupido templó la cuerda de su arco y apuntó con la flecha de punta romana a Dafne. Una vez en el aire, la flecha se hizo invisible, así que cuando atravesó el corazón de la ninfa ésta sólo sintió un dolor agudo, pero no supo la causa.
Con las manos cubriéndose la herida, corrió en busca de su padre, el dios del río.
¡Muy bien! ¡Te prometo que no tendrás que casarte nunca!
¡Lo haré, te lo prometo!
¡Pero yo quiero tener nietos!
¿De que se trata?
¡Y prométeme que me ayudarás a huir de mis perseguidores!
¡Padre! ¡Debes hacerme una promesa!
¡No, padre! ¡No! ¡No quiero casarme nunca! ¡ Déjame ser siempre tan libre como Diana! ¡Te lo ruego!
¡Prométeme que nunca tendré que casarme!
Después de Dafne obtuvo promesa de su padre, Cupido preparó la segunda la flecha, la de aguda punta de oro, esta vez destinada a Apolo, quien estaba vagando por los bosques. Y en el momento en que el joven dios se encontró cerca de Dafne, templó la cuerda y disparó hacia el corazón de Apolo.
Pero Dafne le Lanzó una mirada de espanto y, dando un respingo, se internó en el bosque como lo hubiera hecho un ciervo.
¡Hola!
¡Detente! ¡Detente! ¡Por favor, no corras! Huyes como una paloma perseguida por una águila; ¡yo no soy tu enemigo! ¡No te escapes de mí! ¡Detente! ¿Sabes quién soy yo? No soy un campesino ni un pastor. ¡Soy el Señor de Delfos! ¡Un hijo de Júpiter! ¡Cacé una enorme serpiente con mi flecha! Pero ¡ay! ¡temo que el arma de Cupido me ha herido con más rigor!
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