Por espacio de algunos minutos me contuve aún, permaneciendo tranquilo, pero el latido subía de punto a cada instante, ¡Algún vecino podría oír el rumor! Había llegado la última hora del viejo. El buen hombre sólo dejó escapar un grito: sólo uno. En un instante le arrojé en el suelo, reí de contento al ver mi tarea tan adelantada, aunque esta vez ya no me atormentaba, pues no se podía oír a través de la pared.
En seguida arranqué tres tablas del suelo de la habitación, deposité los restos mutilados en los espacios huecos, y volví a colocar las tablas con tanta habilidad y destreza que ningún ojo humano, ni aún el «suyo», hubiera podido descubrir nada de particular
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Terminada la operación, a eso de las cuatro de la madrugada, aún estaba tan oscuro como a medianoche. Dos hombres entraron, anunciándose cortésmente como oficiales de policía, un vecino había escuchado un grito durante la noche. Yo sonreí, porque nada debía temer, y recibiendo cortésmente a aquellos caballeros, les dije que era yo quien había gritado en medio de mi sueño, conduje a los oficiales por toda la casa, invitándoles a buscar, a registrar perfectamente.
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Sin duda palidecí entonces mucho, pero hablaba todavía con más viveza, alzando la voz, lo cual no impedía que el sonido fuera en aumento. Me levanté y comencé a discutir sobre varias nimiedades. La cólera me cegaba, comencé a renegar; agité la silla donde me había sentado, haciéndola rechinar sobre el suelo, ¡No, no! ¡Oían! ¡Sospechaban; lo «sabían» todos se divertían con mi espanto!
—¡Miserables! —exclamé—. No disimuléis más tiempo; confieso el crimen. ¡Arrancad esas tablas; ahí está, ahí está! ¡Es el latido de su espantoso corazón!
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