Sea asi, oh tú que hieres de lejos; con este propósito vine del Olimpo al campo de los teucros y de los aqueos. Mas ¿por qué medio has pensado suspender la batalla?)
suspenderemos por hoy el comba te y la pelea: y luego volverán a batallar hasta que logren arruinar a lión, ya que os place a vosotras, las inmortales, destruir esta ciudad.
¿Por qué, enardecida nuevamente, oh hija del gran Zeus, vienes del Olimpo? ¿Qué poderoso afecto te mueve? ¿Acaso quieres dar a los dánaos la indecisa victoria? Porque de los teucros no te com padecerias, aunque estuviesen pereciendo. Si quieres condescender con mi deseo -y sería lo mejor-
Oyóle Héctor con intenso placer, y, corriendo al cen- tro de ambos ejércitos con la lanza cogida por el medio, detuvo las falanges troyanas, que al momento se quedaron quietas. Agamenón contuvo a los aqueos, de hermosas grebas; y Atenea y Apolo,
Héctor, hijo de Príamo, igual en prudencia a Zeus! ¿Querras hacer lo que te diga yo, que soy tu hermano? Manda que suspendan la batalla los teucros y los aqueos todos, y reta al más va- liente de estos a luchar contigo en terrible combate, pues aún no ha dispuesto el hado que mueras y llegues al término fatal de tu vida. He oído sobre esto la voz de los sempiternos dioses.
Hagamos que Héctor, de corazón fuerte, domador de ca- ballos, provoque a los dánaos a pelear con él en terrible y singular combate; e indignados los aqueos, de hermosas grebas, susciten a alguien para que luche con el divino Héctor.)
Menelao, alumno de Zeus! Nada te fuerza a cometer tal locura. Domínat, aunque estés afligido, y no quieras luchar por despique con un hombre más fuerte que tú, con Héctor Priamida, que a todos amedrenta y cuyo encuentro en la batalla, don de los varones adquieren gloria causaba horror al mismo Aquiles que lo aventaja tanto en bravura. Vuelve a juntarte con tus compañe ros, sientate, y los aqueos harán que se levante un campeón tal, queaunque aquel sea intrépido e incansable en la pelea, con gusto, creo, se entregará al descanso si consigue escapar de tan fiero combate, de tan terrible lucha.
¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande le ha llegado a la tierra aquea! ¡Cuánto gemiría el anciano jinete Peleo, ilustre consejero y arengador de los mirmidones, que en su palacio se goza ba con preguntarme por la prosapia y la descendencia de los argivos todos! Si supiera que estos tiemblan ante Héctor, alzaría las manos a los inmortales para que su alma, separándose del cuerpo, bajara a la mansión de dre Zeus Hades.
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