Me dejarás siempre correr el Imperio, pasar de las fronteras, ir por las comarcas, errar por todos los caminos. Ordenarás que nadie me cierre el paso y que nadie en tu reino me impida toca la quena. Hazme creer que el mundo es mío; y sabiendo que mi vida te pertenece, hazme creer, ¡oh Viracocha!, que puedo entregarla al dolor.
Te daré siervos, te ennobleceré, podrás acercarte a mi trono y marchar en mi comitiva. Tendrás trajes suaves de alpacas tiernas y siervos que colmen tus deseos. Pero tocarás la quena.
¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Déjame ir por el mundo!... Yo cantaré canciones al Inti en tu nombre. Déjame, pues, salir, Hijo del Sol, Poderoso, Viracocha; no me arrebates lo único que me queda en la tierra: mi tristeza; no desencantes mi quena, no deshagas mi vida.
Eres y no eres de mi reino. Ve por el mundo, Divino errante. Lleva esta insignia del Inca para que nadie se oponga a tu marcha. Es una pluma de mi diadema... Ve... ¡Yma sumac yaqui!
¡Aiguayá! ... ¡Aiguayá!
El artista le dice su petición al soberano.
Luego de los ruegos del indio, el Inca le dice que puede irse a recorrer el mundo, y le da una insignia para que nadie lo interrumpa.
¡Yma sumac yaqui! ... ¡Yma sumac yaqui!
¡Aiguayá!
Dijo el artista y besó el suelo a los pies del monarca.
Los soldados volvieron hacia él. Escoltado, bajó las escalinatas del palacio.
Poco a poco, bajo la luz serena y silenciosa de la Luna, volvió a oírse el eco triste y desolado de la quena en las frondas lejanas.
La luna se ocultó.
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