El gran inquisidor Luis dePineda contemplaba por la ventana la plaza de Santo Domingo y se disponía adesayunarse a la usanza de estas tierras. Como todas las mañanas, su jovensierva indígena entró con el chocolate espumoso y humeante y el pan dulcerecién salido del horno. Luis de Pineda acabó con las primeras raciones y pidiómás. Estaba de buen humor. Espectáculos como el que se disponía a presidir yaeran tan raros que celebrarlos constituía un motivo de exaltación.
En su celda delpalacio de la Inquisición, el hechicero aguardaba tranquilamente la hora delmartirio
No renegaría de sus diosesaunque en el último momento le ofrecieran la muerte por garrote vil a cambiodel dolor intolerable de ser quemado vivo. Cuatro veces rechazó alconfesor, y los padres dominicos vieron en su contumacia la señal inequívoca deque el indio estaba poseído por el demonio, a quien aún lograban desterrar delNuevo Mundo.
Cuentan las crónicasque un hecho extraño sucedió durante el auto de fe: una vez que se hubo negadoa reconciliarse para ser muerto por garrote y que solo su cadáver fueraconsumido por las llamas, el nigromante, a quien el humo asfixiaba y que yasentía el tormento de las primeras quemaduras, juró ser no Miguel Pérez Mazasino el gran inquisidor Luis de Pineda, a quien injustamente atormentaban pueshabía sido víctima de una maniobra infernal
Sin embargo, el hechiceroclamaba con su misma voz y acento de aborígen, y el gran inquisidor estaba allímismo en San Diego, observando la tortura y muerte del cacique con la sonrisade un hombre que cumple su deber. Murió el brujo en la hoguera,gritando de dolor. Y lo más sorprendente del caso fue que Pineda desaparecióesa misma tarde con su sierva indígena y nunca más volvió a saberse de ellos.
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