Mi madre era muy pequeña cuando los terremotos del 17 devastaron Guatemala, era nochebuena y poco antes de que fuera medianoche cimbró la tierra con fuerte movimiento.
Mi madre salió abrazando su regalo y la noche del gran terremoto la pasaron frente la casa, enrollados en ponchos de cama y mi madre notó que la abuela estaba preocupada.
El abuelo se sentaba en la cabecera de la mesa. Desde su trono de patas de león dirigía tarde a tarde, con voz de patriarca viejo la plática vespertina.
Nos reuníamos con él a las cinco, a la hora de la refacción, frente a una jarrilla de café caliente, un plato de frijoles volteados y una caja llena de champurradas con ajonjolí.
Mucho antes de cumplir los noventa años, el abuelo no volvió a hablar de su edad. Quiso olvidar lo ineludible. Olvidó la fecha de su cumpleaños y comenzó a vivir como pájaro o animal de monte, libre, sin conciencia del tiempo ni del tuturo.
Hubo bulla y regocijo por la quinceañera del milenio. El abuelo dejó a un lado el tamal y acarició a la niña con la mano izquierda. No dijo nada y un silencio largo y doloroso se dejó sentir en el comedor de la casa.
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