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el seuño de pongo

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  • El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien.
  • Por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas manos que parece que no son nada.
  • ¡Llévate esta inmundicia!
  • ¡A ver!
  • El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia
  • Buenos días patrón
  • ¿Eres gente u otra cosa?
  • Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el avemaría, en el corredor de la casa-hacienda el patrón martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo.
  • Ave María 
  • Trota de costado, como perro ¡Regresa!
  • Creo que eres perro. ¡Ladra! Ponte en cuatro patas
  • Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina
  • Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente en la gran residencia.
  • Humillándose, el pongo no contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.
  • El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien.
  • Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza
  • Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos
  • Pero, una tarde, a la hora del avemaría, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la hacienda, el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ese hombrecito, habló muy claramente.
  • Ave María 
  • ¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro?
  • Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable; sus ropas, viejas.
  • El hombrecito no hablaba con nadie; trabajaba callado; comía en silencio. Todo cuanto le ordenaban, cumplía. «Sí, papacito; sí, mamacita», era cuanto solía decir.
  • Su rostro seguía como un poco espantado.
  • Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte
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