Amaba al buen anciano, pues jamás me había hecho daño alguno, ni menos insultado; no envidiaba su oro; pero tenía en sí algo desagradable. ¡Era uno de sus ojos, sí, esto es! Se asemejaba al de un buitre y tenía el color azul pálido. Cada vez que este ojo fijaba en mí su mirada, se me helaba la sangre en las venas, y lentamente, por grados, comenzó a germinar en mi cerebro la idea de arrancar la vida al viejo,
No tengo nada en contra de este viejo, pero... su ojo... simplemente no lo puedo soportar
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Nunca pensé llegar hasta este punto, casi hasta tengo ganas de reír
¿Quién anda ahí?
Llegada la octava noche, procedí con precaución para abrir la puerta de su casa, ¡Pensar que estaba allí, abriendo la puerta y que él no podía ni siquiera soñar en mis actos! Esta idea me hizo reír y tal vez el durmiente escuchó mi ligera carcajada, pues se movió de pronto como si se despertase. Su habitación estaba oscura, pues mi hombre había cerrado por temor a los ladrones, seguí empujando la más la puerta. Había pasado ya la cabeza y estaba a punto de abrir y el viejo se incorporó en su lecho exclamando:
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Por espacio de algunos minutos me contuve aún, permaneciendo tranquilo; pero el latido subía de punto a cada instante; hasta que creí que el corazón iba a estallar, y de pronto me sobrecogió una nueva angustia. ¡Algún vecino podría oír el rumor! Había llegado la última hora del viejo: profiriendo un alarido, abríbruscamente la linterna y me introduje en la habitación. El buen hombre sólo dejó escapar un grito, sólo uno. En un instante le arrojé en el suelo, reí de contento al ver mi tarea tan adelantada, aunque esta vez ya no me atormentaba, pues el viejo había muerto.