En el campo vivían una liebre y una tortuga. La liebre era muy veloz y se pasaba el día correteando de aquí para allá, mientras que la tortuga caminaba siempre con aspecto cansado, pues no en vano tenía que soportar el peso de su gran caparazón.
Un día, la tortuga se hartó de tal modo, que se enfrentó a la liebre
¡Espero que no tengas mucha prisa, amiga tortuga! ¡Ja, ja, ja! A ese paso no llegarás a tiempo a ninguna parte ¿Qué harás el día que tengas una emergencia? ¡Acelera, acelera!
Tú serás veloz como el viento, pero te aseguro que soy capaz de ganarte una carrera.
¡Ja, ja, ja! ¡Ay que me parto de risa! ¡Pero si hasta una babosa es más rápida que tú! – contestó la liebre mofándose y riéndose a mandíbula batiente.
Si tan segura estás ¿Por qué no probamos?
¡Muy bien! Nos veremos mañana a esta misma hora junto ala pista ¿Te parece?
Al día siguiente la tortuga y la liebre se reunieron donde acordaron.