La Siesta del Martes
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- Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos.
- Es mejor que subas el vidrio mija. El pelo se te va a llenar de carbón.
- El pueblo flotaba en calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra. Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta.
- Ahora tenemos que encontrar la iglesia
- ¡Ay que calor!
- La mujer y la hija llegaron a la casa de la cura.
- La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.
- ¿Que tumba van a visitar?
- La de Carlos Centeno.
- Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?
- Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada. Yo soy su madre.
- Era un hombre muy bueno.
- Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.
- La gente se ha dado cuenta.
- La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.
- Gracias. Asi vamos bien.
- Es mejor que salgan por la puerta del patio
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